Cuando nació mi nieto, busqué en un cajón donde guardo mis pensamientos, mis ideas; una que otra ternura que ha gastado el uso, un impulso aquí, un enojo allá; confundido todo con pedazos de risas y lagrimas embebidas en una tela suave, de terciopelo rojo. Ahí busqué una piedrita mágica que a veces aparece de cuando en cuando, en cajones olvidados. Pensé hacer con la piedrita un amuleto que pudiera llevar el niño en la muñeca, en el cuello, en el dedo, para que lo cuidara de maleficios y peligros; para que le evitara cualquier mal, cualquier daño. Y creciera feliz y sano.
Pero no encontré la piedrita mágica; en cambio, untada en el fondo del cajón, encontré un pedacito de mi alma, casi invisible, que una vez rasgué por descuido. Y, sin que nadie me viera, se lo dejé en las manos para sentir siempre la caricia de mi nieto en lo más profundo de mí ser.
Cruzpiñón
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El día que murió mi abuelo, mis hermanos, yo y mi primo. Unidos todos en la congoja empezamos a buscar por aquí y por allá pequeñas cosas, para recordarlo. Utensilios antes usados, cuya única utilidad ahora era la de hacernos recordarlo. Recuerdos de pasiones, de dolores, impulsos, tal vez uno que otro enojo. Y encontramos varios de ellos, que cada uno atesoró a su manera.
Algunos días después nos encontramos una materia traslúcida, que parecía rasgada, colgada de una pequeña, delgada y, sobre todo, muy fina cadena alrededor de nuestras muñecas. Asombrados vimos que cada pedazo embonaba con el anterior. Sorprendidos, quisimos averiguar qué era. Llegamos a la conclusión de que era un pedazo de su alma. Nos llenamos de una alegría incontrolable, al fin, así jamás tendríamos que renunciar a las caricias y, ¿por qué no?, tampoco los tiernos reproches del abuelo, que si nos quedamos callados, podemos oír de su voz, emanando de ese pequeño pedazo de alma, que queda siempre en nosotros. Y él, por su parte, está seguro que jamás dejará de sentir esa tierna caricia, de todos en lo más profundo de su ser.
CruzLoya
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